[POESIA] Primeras décimas arrítmicas sobre el abandono

El árbol rojo, Piet Mondrian. 

Cuando abrió los ojos mi consciencia,
se construyó mi senda pedregosa,
y por la ausente paternidad veleidosa,
fulminóse mi pecho todo con mala ciencia.
Ni del despido hipócrita tuvo la decencia,
y el abandono corroyó mi tierna confianza,
con la culpa de una ruptura y mi añoranza,
de ser amado e inmortalizar mi alma,
en los recuerdos, sentires y la esperma,
de un admirador ante la desesperanza.

Comenzó así una larga historia,
de un soberbio y furioso apasionado,
que sintiente con dolencia y regañado,
encontró su libertad en su lujuria.
Alberga desde pequeño en su memoria,
los trazos de amores incompletos,
de respuestas negativas y de pleitos,
en tormentas peregrinas de sucesos
sin correspondencia de algún soñado beso,
de personas que quería amar bonito.

Sentir el abandono es el desprecio,
a quien con supuesto amor se trajo al mundo,
condenan al infante al iracundo
deseo de sentir jamás falta de aprecio,
hacer de sus sentires un comercio,
una pérdida para toda persona dejada.
Mas a mi me sentenció desde la alborada,
a enamorarme miles de veces con locura
si bien mi juventud fue infértil llanura,
o un desierto en donde no creció flor amada.

Pretendí a la rubia niña durante años,
Soñaba con besar sus rosas labios,
y ya que siendo niño no era sabio,
Entre ponzoña y silencio vivía extraño.
A pesar de que era oveja en su rebaño,
no era capaz de confesarle mis sentimientos,
mi palabra enmudecía ante su aliento,
y mis temores al rechazo me relegaron
a ser sólo su amigo y sentenciaron,
al temor de ser indigno de buen viento.

Era incapaz de usar mi palabra,
por lisonjero temor al descontento,
y si mi amada no valoraba devoto aumento,
mis huesos solo bailarían danzas macabras.
Y es que era despreciable hebra,
en el tejido de una vana sociedad,
en la que yo era un monstruo de fealdad,
y todos los demás ante mi envidia,
en la Arcadia se revolcaban con desidia,
burlándose de mí sin mísera piedad.

De la forma más cobarde advino mi confesión,
enviando señales por persona interpuesta,
a pesar de revelar de forma honesta,
para Diana era clara la decisión,
de rechazar mi infantil proposición,
de ser pequeños novios, en la escuela.
Mi eterna tusa adquirió fecha de tutela,
y la melancolía convirtió inocente sangre,
en mal humor sofocante de no alegre
receptáculo en mi alma rota de novela.

El rechazo de la niña de mi infancia,
Me estrelló al mierdero de la tierra,
Sumergiéronme al inicio de una guerra,
Y juntóse al abandono la repugnancia.
Sentí muy desarmado esta dolencia,
Apenas rondaba mis diez años,
Habría querido su consejo ante tales daños,
Pero el malnacido me dejó desde la cuna,
Aunque mis madres siempre fueron mi fortuna,
sus demonios del amor son bien huraños.

Adquirí como tantas veces el rol odioso,
de ser mejor amigo y dar la mano,
de guiar y dar oriente a mi hermano,
o a quien profundamente amo, fastidioso.
Desprecio con asco el acto mentiroso,
del hombre mayor que a mi se acerca,
que explica cómo hacer de sí una cerca,
y restringe mi envergadura portentosa,
que no pretenda persona tan ociosa,
decirme si quiera dónde encallar mi arca.

Diana fue mi amiga y compañera,
y por años solo quise su cercanía,
era lo único que a mí me permitía,
quizá algún día llegar a nuestra era.
Empero ella deseó a muchos más hombres,
y de mí idolatría servil sólo gozó,
así que para sus tareas me utilizó.
A otro hombre le dio el dichoso privilegio,
de amarle en cuerpo y psique, bello adagio,
hasta que por providencia se embarazó.

El malavenido de mi vida, por su parte,
se aparecía en cada otoño octubrino,
forzando mi decencia y sin un vino,
a llamarle padre al carente de todo arte,
mientras con sutiles miradas le rogaba,
que estuviese más pendiente de su hijo,
niño amante, doliente y prolijo,
artesano de historias para suplir,
la carencia permanente y suprimir,
el hoyo de su estocada, siempre fijo.

Mi adolescencia no acabó con el retoño,
de la mujer que a mis sueños alumbraba,
ni con el lento distanciarse que no acaba,
del cínico Jairo Nieto en cada otoño,
en el mal sentido del cinismo, ñoño,
no el del glorioso Diógenes exhortando,
al valor de la moneda ir cambiando,
a romper con eso inmóvil que aún nos queda,
a soltarnos las cadenas del que veda,
y a vivir radical, libre volando.

Rafael Nieto-Bello, 2020