[ENSAYO] Guerrilleros y Herejes hoy: Pensamientos sobre la paz y la diferencia


Expulsión de los albigenses de Carcasona, siglo XIII.

(Publicado originalmente en la hoy extinta Revista Menocchio, Diciembre de 2016)

Algunas veces se dice entre los historiadores, que la disciplina histórica no tiene ninguna función educativa y moral, o peor, ninguna función de reflexión sobre las condiciones políticas de los sujetos del presente. Sostengo, no obstante, una postura contraria a tales afirmaciones, y explicito mi propia perspectiva, que es, a grandes rasgos, que la disciplina tiene un imperativo social de comprensión de cómo aquello que vivimos en el presente no siempre fue así, y por lo tanto no tiene por qué seguir siendo siempre así. Con este propósito en mente, ver al pasado nos permite rastrear qué constituye nuestra cultura y nuestras prácticas sociales, reconocer al “otro” del pasado en sus diferencias y particularidades, y además, cambiar el futuro a partir de lograr transformar lo que se ha pensado sobre el pasado. Esto indica, que en esencia, la historia es un ejercicio político de interpretación crítica del pasado. Permítaseme entonces hacer un ejercicio comparativo, quizá ahistórico, entre el presente colombiano y el pasado medieval.

Dado un contexto de polarización política y de profundos apasionamientos políticos enceguecidos, en los que la argumentación no tiene cabida, se hace pertinente una reflexión histórica sobre las prácticas heréticas, en un mundo aparentemente lejano, pero profundamente cercano: el medioevo. Colombia, cuya cultura recibió fuerte influencia del cristianismo barroco en la colonia, hizo carrera como una sociedad en donde la diferencia de ser o pensar tenía dos claras opciones: ser inferiorizado o ser erradicado. Ser un “otro” frente a la hegemonía, ha contribuido a un juego de radicalización exponencial en el que la vida en sociedad casi se reduce a querellas retóricas de lamentaciones, de propuestas de secesión y de ruptura, y desde luego, de problemas irresueltos, en los que se hace manifiesta la agonía famélica de una sociedad que aguanta hambre, humo, sed, sangre, plomo (o metales afilados) y exclusión. Es similar, guardando las virtudes de las mismas diferencias, la situación que vivieron en el medioevo, multitudes de sujetos marcados bajo el estigma de ser herejes. Tales personas fueron llevadas a la hoguera por el poder civil, siguiendo (en muchos casos) acusaciones inconexas de la vida terrenal, imputadas por golosos sacerdotes.

Haeresis es la palabra griega que hace referencia a la escogencia voluntaria de caminos fuera de un dogma, que daría lugar al concepto básico de herejía. Tan pronto el cristianismo primitivo se implantó en las sociedades mediterráneas, las formas de apropiación de éste se complejizaron y se particularizaron: la recepción del cristianismo en el norte de África fue distinta a la que tuvieron en Constantinopla o en Roma. Cuando se legalizó y oficializó el culto cristiano, comenzó toda una serie de debates sobre la naturaleza del culto, si Cristo fue Dios y hombre al tiempo, si María era virgen, etc. Tales diálogos, que han dado origen a la expresión “discusión bizantina”, entendidas como tertulias largas e infructuosas, lo que sí elaboraron fue un canon de principios quizá arbitrarios, aparentemente guiados por la razón y la inspiración divina, frente a los cuales lo diferente debe ser extinto o converso, apoyándose en la interpretación agustiniana de la parábola del compelle intrare, “obligadlos a entrar [a nuestra fe]”

Bajo esa consigna, la querella teológica, soportada en intereses políticos, se consumó en las prácticas concretas de expulsión, conversión y exterminio de donatistas y arrianos. Es paradójico que proponer que Cristo fuese hombre, llevase a tales consecuencias; más aún cuando muchos de los pueblos germánicos que fueron asentándose en el imperio romano hacían parte de estas herejías. Finalmente, el imperio de occidente se disolvió, y se mezcló con los pueblos germánicos, que a su vez se convirtieron al dogma triunfante en las discusiones sobre quiénes eran los herejes. Tal parece que a los nuevos habitantes no les producía intensa fascinación tales discusiones, así que el núcleo de las querellas fue Bizancio. 

Los bizantinos ahondaron en la posibilidad de adorar una representación visual de Cristo, la Virgen y los santos. Lo que empezó en querella terminó en una guerra civil tal, que los intelectuales tuvieron que ingeniar nuevas formas de entender la relación entre los íconos (o imágenes) y los devotos. Los iconoclastas, quienes se oponían a la adoración o culto a las imágenes, fueron silenciados, tachados de herejes. Es significativo que los protestantes y los musulmanes hayan retomado tal discusión. 

Retomemos al maestro Gramsci: en Colombia, los dogmas de lo válido los han establecido generalmente quienes detentan el poder político y económico. Establecen las verdades hegemónicas y las repiten las veces necesarias para que la gente termine creyéndolas. Sin embargo, no pensemos que lo popular es pasivo y borreguil, es más, realmente de los sectores populares es que hemos visto las mayores reacciones críticas a los proyectos hegemónicos. La Verdad pareciera ser monopolio de los poderes hegemónicos, puesto que son quienes establecen el canon, como si fuesen padres de la iglesia, que deciden qué se excluye y cataloga como hereje. Si los sectores populares no detentan mayor poder que el de su accionar crítico, sus verdades parecen inválidas, heréticas. De allí que lo popular no es propiamente lo pobre, lo popular termina siendo la mezcla entre herejes que no detentan las verdades hegemónicas, y de repetidores que no detentan crítica, y repiten esas verdades. Pensar la herejía nos permite pensar la dimensión epistemológica y aletúrgica (de puesta en escena de la verdad, en palabras de Foucault) de la vida social y política. 

Pero antes de continuar con la disertación sobre Colombia, el medioevo nos da luces de un fenómeno interesante. Fijémonos que hubo quienes murieron proclamando que Cristo era hombre y no Dios, o que era pobre (siguiendo la enseñanza franciscana). Esas discusiones, aparentemente elevadas, nos hablan no sólo de elementos teológicos que interesan a los curas, sino también de elementos sociales, de la vida de sujetos de carne y hueso. Tras las cruzadas, el cristianismo romano encuentra que su enemigo es interno, cual estado latinoamericano en los sesenta señalando que la insurgencia comunista es el enemigo interno y debe ser erradicada. Su insurgencia era aquella que en términos teológicos, desafiaba el canon verdadero de la fe. Pero esa insurgencia no peleaba por dioses transmundanos, pues para qué hacerlo si podían vivir de forma caritativa y humilde para garantizarse la salvación. La insurgencia hereje luchaba contra una iglesia cuyo poder era excesivo, y cuya pompa, lujos, vitrales coloridos, y arcas plenas de metales preciosos, contrastaban con las multitudes harapientas, leprosas, enfermas, y extremadamente pobres, que deambulaban por la cristiandad. 

Tengamos en cuenta que el poder impone la verdad, que a su vez lo mantiene. La iglesia señaló a su enemigo nuevo: cátaros, albigenses, dolcinistas, fraticelli, etc., y lidió una guerra abierta contra estos, calificándolos de herejes. Para éstos, la herejía no era sólo un elemento peyorativo, sino un factor legitimador de su lucha, puesto que era contra la iglesia pomposa que alzaban sus armas, la misma iglesia que los estigmatizaba. Estableció el papado la Inquisición, y en tribunales civiles sentenciaron, bajo autorización eclesiástica, a la muerte a muchos sujetos. Las élites cristianas lucharon contra sujetos agonizantes y famélicos. Los destruyeron. Así acabaron también con Menocchio, el molinero de El Queso y los Gusanos. Observemos que lo popular no es borreguil, si bien carga con los lastres de diversas violencias. Estos herejes eran radicales, que en medio de su agonía y hambre, asumían las armas, empuñando como estandarte la reflexión intelectual sobre la pobreza de Cristo, sosteniendo querellas infructuosas, plagadas de retóricas inconmensurables, que al ser fútiles llevaron a actos de violencia física significativos. Los gérmenes de inconformidad que darán luz a la Reforma Protestante se gestionaban desde varios siglos atrás. 

Si en Colombia ha habido una guerra fratricida e intestina, es porque la lógica del pensamiento político que se ha seguido es similar. Políticos y empresarios plantean discursos a la gente sobre cómo ser y pensar. La gente puede o no acoplarse. Quien se acopla, vive feliz, en el país más feliz del mundo. Quien se acopla comprende que en este país la salvación civil es individual, que cada quien verá como rema para escapar de una realidad mayor. Esa realidad es la de quienes no se acoplaron a la verdad hegemónica. Si al hereje lo tachaban de tal, de golpe era condenado a la irracionalidad de ser un loco pecador. Si al guerrillero lo tachan hoy día de “hereje” de nuestro tiempo, de terrorista, el guerrillero, quien no soportó la verdad hegemónica de que sólo comerán bien unos pocos, se alzará en armas, y será tachado de loco irracional y pecador frente a la moral virtuosa de la que gozan los poderosos. Si al homosexual lo tachan de antinatural, de cosa insoportable, cada expresión que enuncie será tomada como una lamentación agónica de alguien que exige desde la locura y la enfermedad carnal. Lo mismo pasa con los “mamertos”, y en general, con los distintos. Ser distinto, entonces, implica ser portador de otra verdad, casi inaceptable. 

El problema de lo anterior, es que el distinto, el “otro”, el hereje de nuestros tiempos, pierde los caminos de la expresión. Los guerrilleros de las FARC recurrieron a las armas, hijos de los sueños y de las angustias de su época, pero agónicos, se sumergieron en el frenesí de la violencia, y no consiguieron más que reforzar la verdad de los poderosos. Como dulcinistas y fraticelli, quemaron las iglesias del siglo XXI, que son las refinerías, y con ellas, secuestraron y asesinaron a los guardas suizos y obispos benedictinos de nuestro contexto: la fuerza pública y sus élites económicas y políticas. Los diversos actores de estas historias cruzadas, herejes, uribistas, guerrilleros, iglesia, harapientos…, ahora conformaron en ambas historias una situación creciente y caótica. La solución visible era el fuego. Hoguera medieval o plomo de Kalashnikov y de rifles norteamericanos, brindados por el redentor del Norte. Los herejes, asumieron con orgullo sus herejías. Justificaron sus violencias, que fueron absolutamente fútiles.

Guerrilleros del siglo XX y XXI colombiano, y herejes del siglo XIV en Europa, tienen en común ese elemento de frenesí de la guerra. Iglesia medieval y Estado Colombiano (junto a sus aliados empresarios, aquellos que tienen puestos en el gobierno cruzando puertas giratorias), comparten también el frenesí de recomponer su legitimidad, a costa de mantener igual de sucios los harapos de quienes aguantan hambre. Lo triste es que ni la querella retórica, ni la agonía famélica conducida en términos de violencia, solucionó los problemas concretos de la gente de la Europa de la baja edad media. No hubo diálogo, y lo más cercano eran las declaratorias en los juicios inquisitoriales. Regocijábanse los inquisidores, tal como decía Umberto Eco en el Nombre de la Rosa, al oír que bajo tortura el sentenciado exclamaba su lealtad a causas heréticas, puesto que la “purificación” en el fuego sería el único camino. Ahora, en Colombia los inquisidores son otros. Propugnan la Paz sin impunidad. Refunfuñan sobre el diálogo. Conducen a la diferencia a la hoguera. Creen que el fuego de la justicia tradicional y parcializada, o el del los helicópteros militares, purificará sus propios odios y dolores. Continúan insistiendo en la herejía de los que no son como ellos. 

Claro, nunca serán perfectamente comparables las dos situaciones, los contextos son otros, pero el accionar político es semejante. Ser hereje es decir la verdad al poder. Eso sí, no se deben justificar las acciones violentas desde las teorías: ni el hereje debiera matar porque Cristo fuese pobre, ni el guerrillero porque el mundo es injusto. La disciplina histórica tiene mucho de herejía, puesto que explicar críticamente la realidad, implica reconocer la existencia del poder y de las verdades, e incluso explicitar posturas. Yo sólo sueño con una sociedad en la que no apelemos a matarnos a balazos, y en la que los diálogos no sean querellas retóricas sin solución, una sociedad donde la tolerancia como respeto y aceptación de la diferencia (no como mero soportar a regañadientes) supere a la exclusión, y en la que además reconozcamos los problemas concretos: el hambre sigue existiendo. Por las razones expuestas, la disciplina tiene una gran responsabilidad, que es la de seguir discutiendo la realidad presente, matizando y sintetizando, comparando y permitiendo imaginar nuevas realidades posibles.  

Rafael Nieto-Bello, 2016