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Retrato copto de Al-Fayum. |
Esta es actualmente una historia de ficción,
pero fue real en su momento. Escribo esto con menos ingenio que
desgarramiento espiritual. Recuerdo que recorría junto a ti, hombre de los ojos
moros, los grises senderos de una ciudad contemporánea, imaginando que
caminábamos por una resplandeciente ciudadela del Al-Ándalus, como tu apellido
nos rememoraba, orientados hacia los senderos que proyectaban tus largas
pestañas. Así descubrí que estaba enamorado de ti. Mi pasión orientalista, de
anticuario y cronista, me permitió inventar en tus ojos almendrados y tu
cabello rizado, mis profundas fantasías de azafrán, llegando a decirte, no
banalmente, "mi moro". El gabinete de mar avillas se llenaba de nuevo
de imágenes preciosas a tu lado. Hoy día, meses después del final de nuestra
historia, conservo, purifico y aún resiento las huellas que dejaste atravesadas
en mi pecho.
Etimológicamente,
"recordar" (re cordis)
significa "devolverle al corazón" la imagen de aquello amado, vivido
y compartido. Sabías que, como platónico, cabalista y alquimista que me creo,
deposité ciegamente mi fe en el poder de las palabras, los verbos y los
discursos. Quise consignar en este recuerdo, en palabras, si quiera algo mínimo
de lo que fue una de las más hermosas experiencias de mi vida: haberte amado.
Esto será una meditación sobre el ascenso, cenit y caída de lo nuestro. En
últimas, será la única forma de aprehenderte, mi moro, porque en la escisión
entre tu ser real y mi invento verbal de ti, seguiré amando al inventado, y
dejaré volar libremente al ser real.
Te
conocí sobre baldosas amarillas de mármol, en el mismo monumento donde nos
desconoceríamos al final: la historia a veces resulta un uróboros tragándose su
misma cola. Un alcaraván se había posado en mí, minutos antes, y había
desocupado sus entrañas. Yo estaba muy avergonzado de que me vieras así, por lo
que rápidamente me cambié la ropa sucia. Cuando llegaste, en medio del encanto
de conocerte, rompí el hielo al decirte el inconveniente que tuve. Te burlaste
sutilmente de mi, porque aún tenía mierda en mi cabello mozárabe. Reímos juntos
por primera vez, y entendí que la Fortuna me había bendecido. Caminamos a la
embriaguez, y yo sentía una feliz impaciencia, jamás antes vivida. Aunque tú creas,
Ojos Moros, que todo pasó muy rápido, y que tan fortuitamente pasan esas cosas
en la vida, el devenir me dará de nuevo la razón, al demostrarte lo difícil que
es enamorarse profundamente. Sabrás que no fui casualidad, sino
inmanencia.
Comenzamos
a salir tú y yo, dos hombres que en principio teníamos muchas cosas en común.
Admiraba a quien me encontraba al frente, porque su risa y sus ojos me abrían
las puertas de un alma bondadosa y cariñosa. Eras físicamente maravilloso, una
figura manierista serpentinata,
delgado y de proporciones algebraicas. Tu cabello era caligrafía coránica
expresando los más bellos versos. Placía consentirte, hacerte cosquillas y
verte sonreír. Afuera eras un hombre masculino, serio y maduro; adentro eras un
infante adorable, cursi y tierno. Fui tu primer beso, amor y sexo, y di lo
mejor de mí para que cada una de esas experiencias fuera la más memorable.
Quería conjurar en ti un recuerdo eterno, mera extensión de mi propia vanidad de
inmortalizarme.
Sin embargo, te revelé que me angustiaba en demasía el hecho de lastimarte, por un pesado pasado de lujuria, culpas y resentimientos. Para ti resultaba más importante saber con cuantos seres habían compartido mis sábanas. Como en los tiempos premodernos, para proclamar conocer necesitabas establecer juicios de alabanza y vituperio. Me sentí constantemente juzgado, tanto así que invoqué sobre las arenas a las alegorías del amor y del sexo, místicamente sincronizadas, pero tendientes a alejarse entre sí. De ti ya no quería sexo, quería amor, porque el sexo era una carga más mundanal que los altos secretos iniciáticos que descubrimos juntos.
Sin embargo, te revelé que me angustiaba en demasía el hecho de lastimarte, por un pesado pasado de lujuria, culpas y resentimientos. Para ti resultaba más importante saber con cuantos seres habían compartido mis sábanas. Como en los tiempos premodernos, para proclamar conocer necesitabas establecer juicios de alabanza y vituperio. Me sentí constantemente juzgado, tanto así que invoqué sobre las arenas a las alegorías del amor y del sexo, místicamente sincronizadas, pero tendientes a alejarse entre sí. De ti ya no quería sexo, quería amor, porque el sexo era una carga más mundanal que los altos secretos iniciáticos que descubrimos juntos.
Yo
estaba profundamente enamorado y los problemas no opacaban aún el amor que
exudábamos. Antes de mi viaje destinado a descifrar viejos manuscritos,
cenamos, nos abrazamos mucho y lloramos de la felicidad. Sí... ten
muy presente que en su momento sí fuimos muy felices. Pude conocer tus antepasados aposentos
califales, en la ciudad de Abd al-Rahman III, al otro lado del océano. Allí
escuché la bella historia del emir que mandó a cubrir con blancas flores de
azahar la ciudadela, para hacer sentir a su amada como si estuviera en las
sierras nevadas de su nativa Granada. Pensaba en ti, alarife moro, soñando con
las formas para que convergieran mis fantasías extáticas con tu misión estética
y social de vivir. Loaba de ti esa preocupación por los demás, por la paz y por
el habitar justo para los desposeídos. Si yo era un soñador, veía en ti un
hacedor de sueños, el demiurgo de mi cosmos. Amaba tu potencial ser, como
artífice de emancipaciones cotidianas. (Grave error amar a un ser en potencia, y no en acto).
Al
volver te traje un pequeño tesoro, un futuro incunable alhambreño, que aún
conservaba el aroma a naranja de sus patios interiores, con la esperanza de
inspirar la aparición de nuevas tendencias en las artes de alarifazgo que
practicas, y así contribuir al esfuerzo por edificar un mundo más justo y
bello, lleno de azulejos y teselados acuáticos sobre el desierto. Meses más
tarde te compartiría otro libro, esta vez redactado por muchas manos, sobre la
historia de las ciudades de la América andalusí. Yo pecaba de más al pensar en
la convergencia intelectual como un estímulo para fortalecer la unión
espiritual, mientras el encuentro de nuestros cuerpos, si bien era apasionado,
no resultaba ser ni tan fulguroso ni tan dulce.
A
veces sentía que vivíamos en un diálogo de sordos, a raíz de ideas naturalmente
impresas en nuestras almas. Muchas veces traté de ser sereno y racional, para
no botar por la borda de nuestra carabela, perfumada de brea mediterránea, los
trastos y cofres de nuestro amor, pero eso no era suficiente para ti, seguidor
de Al-Falasifa, porque paradójicamente me exigías dejarme llevar por la
irracionalidad. Otras veces, sentía en tus ojos primorosos el ardor de un odio
del cual yo no era culpable: la profunda envidia con la que me mirabas. –¡Qué
doloroso es ser odiado y no admirado por el ser al que amas!–. Tu espíritu,
afanado por siempre encajar en algún lugar, acostumbrado a la errancia, en
principio se vio seducido por mí, un ser querido, inquieto por conocer y
profundamente acompañado. Ahora, en esas mismas virtudes encontrabas profundas
razones para celarme, no por perderme, sino por sentirte inferior.
Paralelamente al endiosamiento que yo hacía de tus ojitos almendrados, tú
comenzabas a vituperarme. Sin ser tu víctima y asumiendo el riesgo, quise ser
tu acompañante, y ayudar a levantarte ante el mal paso, pero en cambio
me vi lastimado por tus vacilaciones.
A
esto se sumaron la desconfianza y los celos que crecieron en nosotros. Pero, amor
mío, jamás podría haberte engañado: claramente estaba sumergido en lo más
profundo de un enamoramiento colosal y me resultaba imposible hacer algo así.
Aún así, yo también imaginaba que al ver que tu admiración hacia mí era cada
vez menor, terminarías por reemplazarme. En efecto, me reemplazaste, creo que
no por alguien, sino por tu afán de vivir aconteceres nuevos. No te juzgo al
respecto, debías partir y crecer, pero pudimos luchar más. Sentías vergüenza de
presentarme como tu hombre ante buena parte de tus amigos. Me condujiste a una
vorágine en la que me insinuabas que todos los problemas de la relación eran
por mí. No valoraste la profundidad de lo que te intenté ofrecer.
Por
supuesto, yo también tuve miles de errores. Fui cobarde al no enfrentar muchos
de mis miedos y de mis fantasmas del pasado; no era enteramente abierto por el
temor a tus malas reacciones; debí ser más aventurero y embarcarme contigo a
recorrer nuevos cielos; tengo un carácter tempestuoso, y padezco del
egocentrismo y la soberbia típica del hombre de letras. Era muy caprichoso y
desconsiderado, y te exigía demasiado. Ojos Moros, transmutaré alquímicamente
en aprendizajes mis errores, para no repetirlos, aunque admito que yo también era inexperto e
ignorante.
El
amor entró en vilo, y yo ya no era prioridad en tu vida. No existía en tus
versos sobre el futuro, ni en los minaretes de tus creencias. Te rendiste. Los
ojos almendrados que ornamentaban tu rostro ya no eran capaces de alumbrarme.
Tu infelicidad manifiesta me hacía plenamente desgraciado. Ya era el crepúsculo
de nuestro tiempo, y en la noche más triste, desnudos sobre mi cama, dijiste cruelmente
que ya no me amabas.
Terminamos
dos veces, una como tragedia y la otra como farsa, 8 meses antes de un 18 Brumario. En un monte serrado, cuando
la cruz ensangrentó la luna creciente nazarí, lloré tu asedio mientras tu
dureza me desgarraba y me mataba en la tarde más horrible y nublada. Comenzó mi
cantar elegíaco; cayó nuestra medina. Terminamos meses después, presenciando
una gala musical de despedida. Te terminé sin querer hacerlo auténticamente,
pero ya no estabas amándome como lo merecía. Decidí destruir lo nuestro ese día
porque "era un día feliz", y no quería vivir un nuevo funeral. Nada
más había en mis manos. Fue una ruptura pacífica. Mis ojos permanecieron
iluminados, aunque no quería perderte ni sentirte fuera de mi vida. Tus ojos
moros, hieráticos e insensibles como los de un ícono bizantino, ahora eran más expresivos que
nunca. Tus lágrimas cayeron y entendí que también te dolía perderme, a pesar de
que nunca fueras tan diciente con tus palabras. Al llegar por mi el camello, te
recordé que te amaba, volví a besarte y me fui. Ambos rompimos en llanto,
irrigando el oasis.
Sentía
antes que nuestro amor tenía tintes celestiales, pero descubrí que inventaba
una ficción fantasiosa y desgarradora, tan solo mirando estrellas. Mi invento
de ti era desproporcionado, pero estéticamente ambicioso: se trataba de un amor
fuera de la caverna, verdadero, omnibenevolente, tejido por el orden,
experimentación del Uno, devenir pleno del Espíritu Absoluto, Dante frente al
Empíreo sintiendo el máximo goce, catarsis tras palpar el Infinito, desasosiego
ante la magnificencia de la divinidad. Así, conocer, creer, amar, vivir,
historia, escritura, y sabiduría, llegaron a ser lo mismo: un coro de cantos de
lo perfecto, lo indecible, y lo irreductible: el "sentir profundo, como un
niño frente a Dios", como diría la folclorista exiliada del sur.
Pero
Dante despertó, y al preso de la caverna lo mataron al volver a decir lo que
había visto afuera. Metafísicos frustrados, como yo, que al despertar y volver,
nos dimos cuenta de que lo infinito nos rehúye, se nos va, nunca lo tuvimos,
nunca lo vimos, nunca fue. Lo único que tuve, como panteísta, fue el miedo de
que me arrebataran un infinito que nunca existió. “Amar” pasó de ser la
inconmensurabilidad absoluta y la totalidad inasible de lo real, a ser el miedo
al caos de perder dicha fantasía inventada. Quizá algo tan ultramundano y
astral era lo opuesto a la comprensión de las simples cosas terrenas. Amar, sin
astrolabios, sí es dejar ir.
Huiste
de mi vida, y ver de nuevo tus ojitos moros se hizo indeseable para mí. Esperé tu
retorno, pero nunca sucedió. Era cierto que ya no me amabas. Te he visto,
itinerante, entre grupos de gente, aparentemente feliz. Quizá sientes que sin
mí todo en tu vida mejoró y se solucionó: que yo era el problema. Quizá yo era
una carga demasiado pesada para ti. Futuramente encarnarás la substancia pura
de la tristeza, cuando alguien más te diga que te dejó de amar, o que te fue
infiel, y entenderás mi sentir por fin.
Espero poder llegar a no sentir nada y que
Cronos devore a sus hijos, mis recuerdos. Ya te lo dije alguna vez, has de
vivir muchas cosas, y yo también. Mi vida continuará sin ti, y aunque haya
besado otros labios y probado otros cuerpos, como supongo que tú también lo
habrás hecho, el vacío que dejaste en mí sigue ahí. Todo sería más fácil a tu
lado, siento yo a veces. No obstante, ya sanaré.
Ni
mi prédica de viernes fue capaz de convencerte para continuar, porque hay cosas
que se escapan al lenguaje. Si el verbo es conocimiento, el amor parece ser
otra cosa: Una asíntota de lo imposible y una negación de "lo real".
El amor parece ser lo opuesto a la conservación, un arrojo permanente sobre lo
otro, lo nuevo y lo diferente: la quintaesencia de la libertad y de la nada. Tú
lo dijiste cuando terminamos, cuando te pregunté si volveríamos a estar juntos:
"Ya veremos, tú serás otro y yo también", parafraseo.
La
tristeza de no estar contigo se conjuga con la imposibilidad de sentir
auténtico odio liberador hacia ti. Nadie es culpable, por lo que ambos debemos
asumir nuestra responsabilidad en esta historia. Siento un poco de rabia al
saber que conoces gente nueva, pero trato de ser respetuoso de que ya hoy no
seamos nada, excepto libres. Mi única opción en el presente es seguir
transformándome, luchar por mis sueños, y volver a cruzar el mar.
Si
alguien más goza hoy del éxtasis de besarte y contemplarte, la Fortuna le
bendijo (o quizá le maldijo). Recuerda que ni esa persona ni nadie nunca tendrá algún derecho para
maltratarte ni menospreciarte. Te lo mereces todo. Fuiste la Cúpula de la Roca
de mi vida, y nunca olvidaré lo valioso de cada paso, cada helado, cada
película, cada comida, cada vez que hicimos el amor. Jamás te difamaré aunque conserve rencor, porque
todo lo que vivimos y sentimos fue real y de buena fe. Agradeceré al Uno
impredicable cada segundo contigo.
Moro precioso de cabellos que se entrelazan infinitamente, de mi parte yace en tus labios el beso más eterno, profundo e inmortal. Siempre te voy a recordar, y ojalá en el porvenir, si el devenir lo dispone, podamos amarnos una vez más.
Por siempre en tu Historia,
Al Muarikh, 2018