[CUENTO] La vieja carta completa dedicada a "Ojos Moros"

Retrato copto de Al-Fayum.

Dhul-Qa'da, año de 1439 del calendario musulmán. Ciudad de Bogotá.

Esta es actualmente una historia de ficción, pero fue real en su momento. Escribo esto con menos ingenio que desgarramiento espiritual. Recuerdo que recorría junto a ti, hombre de los ojos moros, los grises senderos de una ciudad contemporánea, imaginando que caminábamos por una resplandeciente ciudadela del Al-Ándalus, como tu apellido nos rememoraba, orientados hacia los senderos que proyectaban tus largas pestañas. Así descubrí que estaba enamorado de ti. Mi pasión orientalista, de anticuario y cronista, me permitió inventar en tus ojos almendrados y tu cabello rizado, mis profundas fantasías de azafrán, llegando a decirte, no banalmente, "mi moro". El gabinete de maravillas se llenaba de nuevo de imágenes preciosas a tu lado. Hoy día, meses después del final de nuestra historia, conservo, purifico y aún resiento las huellas que dejaste atravesadas en mi pecho.

Etimológicamente, "recordar" (re cordis) significa "devolverle al corazón" la imagen de aquello amado, vivido y compartido. Sabías que, como platónico, cabalista y alquimista que me creo, deposité ciegamente mi fe en el poder de las palabras, los verbos y los discursos. Quise consignar en este recuerdo, en palabras, si quiera algo mínimo de lo que fue una de las más hermosas experiencias de mi vida: haberte amado. Esto será una meditación sobre el ascenso, cenit y caída de lo nuestro. En últimas, será la única forma de aprehenderte, mi moro, porque en la escisión entre tu ser real y mi invento verbal de ti, seguiré amando al inventado, y dejaré volar libremente al ser real.

Te conocí sobre baldosas amarillas de mármol, en el mismo monumento donde nos desconoceríamos al final: la historia a veces resulta un uróboros tragándose su misma cola. Un alcaraván se había posado en mí, minutos antes, y había desocupado sus entrañas. Yo estaba muy avergonzado de que me vieras así, por lo que rápidamente me cambié la ropa sucia. Cuando llegaste, en medio del encanto de conocerte, rompí el hielo al decirte el inconveniente que tuve. Te burlaste sutilmente de mi, porque aún tenía mierda en mi cabello mozárabe. Reímos juntos por primera vez, y entendí que la Fortuna me había bendecido. Caminamos a la embriaguez, y yo sentía una feliz impaciencia, jamás antes vivida. Aunque tú creas, Ojos Moros, que todo pasó muy rápido, y que tan fortuitamente pasan esas cosas en la vida, el devenir me dará de nuevo la razón, al demostrarte lo difícil que es enamorarse profundamente. Sabrás que no fui casualidad, sino inmanencia. 

Comenzamos a salir tú y yo, dos hombres que en principio teníamos muchas cosas en común. Admiraba a quien me encontraba al frente, porque su risa y sus ojos me abrían las puertas de un alma bondadosa y cariñosa. Eras físicamente maravilloso, una figura manierista serpentinata, delgado y de proporciones algebraicas. Tu cabello era caligrafía coránica expresando los más bellos versos. Placía consentirte, hacerte cosquillas y verte sonreír. Afuera eras un hombre masculino, serio y maduro; adentro eras un infante adorable, cursi y tierno. Fui tu primer beso, amor y sexo, y di lo mejor de mí para que cada una de esas experiencias fuera la más memorable. Quería conjurar en ti un recuerdo eterno, mera extensión de mi propia vanidad de inmortalizarme.

Sin embargo, te revelé que me angustiaba en demasía el hecho de lastimarte, por un pesado pasado de lujuria, culpas y resentimientos. Para ti resultaba más importante saber con cuantos seres habían compartido mis sábanas. Como en los tiempos premodernos, para proclamar conocer necesitabas establecer juicios de alabanza y vituperio. Me sentí constantemente juzgado, tanto así que invoqué sobre las arenas a las alegorías del amor y del sexo, místicamente sincronizadas, pero tendientes a alejarse entre sí. De ti ya no quería sexo, quería amor, porque el sexo era una carga más mundanal que los altos secretos iniciáticos que descubrimos juntos.

 Yo estaba profundamente enamorado y los problemas no opacaban aún el amor que exudábamos. Antes de mi viaje destinado a descifrar viejos manuscritos, cenamos, nos abrazamos mucho y lloramos de la felicidad. Sí... ten muy presente que en su momento sí fuimos muy felices. Pude conocer tus antepasados aposentos califales, en la ciudad de Abd al-Rahman III, al otro lado del océano. Allí escuché la bella historia del emir que mandó a cubrir con blancas flores de azahar la ciudadela, para hacer sentir a su amada como si estuviera en las sierras nevadas de su nativa Granada. Pensaba en ti, alarife moro, soñando con las formas para que convergieran mis fantasías extáticas con tu misión estética y social de vivir. Loaba de ti esa preocupación por los demás, por la paz y por el habitar justo para los desposeídos. Si yo era un soñador, veía en ti un hacedor de sueños, el demiurgo de mi cosmos. Amaba tu potencial ser, como artífice de emancipaciones cotidianas. (Grave error amar a un ser en potencia, y no en acto).

Al volver te traje un pequeño tesoro, un futuro incunable alhambreño, que aún conservaba el aroma a naranja de sus patios interiores, con la esperanza de inspirar la aparición de nuevas tendencias en las artes de alarifazgo que practicas, y así contribuir al esfuerzo por edificar un mundo más justo y bello, lleno de azulejos y teselados acuáticos sobre el desierto. Meses más tarde te compartiría otro libro, esta vez redactado por muchas manos, sobre la historia de las ciudades de la América andalusí. Yo pecaba de más al pensar en la convergencia intelectual como un estímulo para fortalecer la unión espiritual, mientras el encuentro de nuestros cuerpos, si bien era apasionado, no resultaba ser ni tan fulguroso ni tan dulce.

A veces sentía que vivíamos en un diálogo de sordos, a raíz de ideas naturalmente impresas en nuestras almas. Muchas veces traté de ser sereno y racional, para no botar por la borda de nuestra carabela, perfumada de brea mediterránea, los trastos y cofres de nuestro amor, pero eso no era suficiente para ti, seguidor de Al-Falasifa, porque paradójicamente me exigías dejarme llevar por la irracionalidad. Otras veces, sentía en tus ojos primorosos el ardor de un odio del cual yo no era culpable: la profunda envidia con la que me mirabas. –¡Qué doloroso es ser odiado y no admirado por el ser al que amas!–. Tu espíritu, afanado por siempre encajar en algún lugar, acostumbrado a la errancia, en principio se vio seducido por mí, un ser querido, inquieto por conocer y profundamente acompañado. Ahora, en esas mismas virtudes encontrabas profundas razones para celarme, no por perderme, sino por sentirte inferior. Paralelamente al endiosamiento que yo hacía de tus ojitos almendrados, tú comenzabas a vituperarme. Sin ser tu víctima y asumiendo el riesgo, quise ser tu acompañante, y ayudar a levantarte ante el mal paso, pero en cambio me vi lastimado por tus vacilaciones.

A esto se sumaron la desconfianza y los celos que crecieron en nosotros. Pero, amor mío, jamás podría haberte engañado: claramente estaba sumergido en lo más profundo de un enamoramiento colosal y me resultaba imposible hacer algo así. Aún así, yo también imaginaba que al ver que tu admiración hacia mí era cada vez menor, terminarías por reemplazarme. En efecto, me reemplazaste, creo que no por alguien, sino por tu afán de vivir aconteceres nuevos. No te juzgo al respecto, debías partir y crecer, pero pudimos luchar más. Sentías vergüenza de presentarme como tu hombre ante buena parte de tus amigos. Me condujiste a una vorágine en la que me insinuabas que todos los problemas de la relación eran por mí. No valoraste la profundidad de lo que te intenté ofrecer.

Por supuesto, yo también tuve miles de errores. Fui cobarde al no enfrentar muchos de mis miedos y de mis fantasmas del pasado; no era enteramente abierto por el temor a tus malas reacciones; debí ser más aventurero y embarcarme contigo a recorrer nuevos cielos; tengo un carácter tempestuoso, y padezco del egocentrismo y la soberbia típica del hombre de letras. Era muy caprichoso y desconsiderado, y te exigía demasiado. Ojos Moros, transmutaré alquímicamente en aprendizajes mis errores, para no repetirlos, aunque admito que yo también era inexperto e ignorante.

El amor entró en vilo, y yo ya no era prioridad en tu vida. No existía en tus versos sobre el futuro, ni en los minaretes de tus creencias. Te rendiste. Los ojos almendrados que ornamentaban tu rostro ya no eran capaces de alumbrarme. Tu infelicidad manifiesta me hacía plenamente desgraciado. Ya era el crepúsculo de nuestro tiempo, y en la noche más triste, desnudos sobre mi cama, dijiste cruelmente que ya no me amabas.

Terminamos dos veces, una como tragedia y la otra como farsa, 8 meses antes de un 18 Brumario. En un monte serrado, cuando la cruz ensangrentó la luna creciente nazarí, lloré tu asedio mientras tu dureza me desgarraba y me mataba en la tarde más horrible y nublada. Comenzó mi cantar elegíaco; cayó nuestra medina. Terminamos meses después, presenciando una gala musical de despedida. Te terminé sin querer hacerlo auténticamente, pero ya no estabas amándome como lo merecía. Decidí destruir lo nuestro ese día porque "era un día feliz", y no quería vivir un nuevo funeral. Nada más había en mis manos. Fue una ruptura pacífica. Mis ojos permanecieron iluminados, aunque no quería perderte ni sentirte fuera de mi vida. Tus ojos moros, hieráticos e insensibles como los de un ícono bizantino, ahora eran más expresivos que nunca. Tus lágrimas cayeron y entendí que también te dolía perderme, a pesar de que nunca fueras tan diciente con tus palabras. Al llegar por mi el camello, te recordé que te amaba, volví a besarte y me fui. Ambos rompimos en llanto, irrigando el oasis.

Sentía antes que nuestro amor tenía tintes celestiales, pero descubrí que inventaba una ficción fantasiosa y desgarradora, tan solo mirando estrellas. Mi invento de ti era desproporcionado, pero estéticamente ambicioso: se trataba de un amor fuera de la caverna, verdadero, omnibenevolente, tejido por el orden, experimentación del Uno, devenir pleno del Espíritu Absoluto, Dante frente al Empíreo sintiendo el máximo goce, catarsis tras palpar el Infinito, desasosiego ante la magnificencia de la divinidad. Así, conocer, creer, amar, vivir, historia, escritura, y sabiduría, llegaron a ser lo mismo: un coro de cantos de lo perfecto, lo indecible, y lo irreductible: el "sentir profundo, como un niño frente a Dios", como diría la folclorista exiliada del sur. 

Pero Dante despertó, y al preso de la caverna lo mataron al volver a decir lo que había visto afuera. Metafísicos frustrados, como yo, que al despertar y volver, nos dimos cuenta de que lo infinito nos rehúye, se nos va, nunca lo tuvimos, nunca lo vimos, nunca fue. Lo único que tuve, como panteísta, fue el miedo de que me arrebataran un infinito que nunca existió. “Amar” pasó de ser la inconmensurabilidad absoluta y la totalidad inasible de lo real, a ser el miedo al caos de perder dicha fantasía inventada. Quizá algo tan ultramundano y astral era lo opuesto a la comprensión de las simples cosas terrenas. Amar, sin astrolabios, sí es dejar ir.

Huiste de mi vida, y ver de nuevo tus ojitos moros se hizo indeseable para mí. Esperé tu retorno, pero nunca sucedió. Era cierto que ya no me amabas. Te he visto, itinerante, entre grupos de gente, aparentemente feliz. Quizá sientes que sin mí todo en tu vida mejoró y se solucionó: que yo era el problema. Quizá yo era una carga demasiado pesada para ti. Futuramente encarnarás la substancia pura de la tristeza, cuando alguien más te diga que te dejó de amar, o que te fue infiel, y entenderás mi sentir por fin.

Espero poder llegar a no sentir nada y que Cronos devore a sus hijos, mis recuerdos. Ya te lo dije alguna vez, has de vivir muchas cosas, y yo también. Mi vida continuará sin ti, y aunque haya besado otros labios y probado otros cuerpos, como supongo que tú también lo habrás hecho, el vacío que dejaste en mí sigue ahí. Todo sería más fácil a tu lado, siento yo a veces. No obstante, ya sanaré.

Ni mi prédica de viernes fue capaz de convencerte para continuar, porque hay cosas que se escapan al lenguaje. Si el verbo es conocimiento, el amor parece ser otra cosa: Una asíntota de lo imposible y una negación de "lo real". El amor parece ser lo opuesto a la conservación, un arrojo permanente sobre lo otro, lo nuevo y lo diferente: la quintaesencia de la libertad y de la nada. Tú lo dijiste cuando terminamos, cuando te pregunté si volveríamos a estar juntos: "Ya veremos, tú serás otro y yo también", parafraseo.

La tristeza de no estar contigo se conjuga con la imposibilidad de sentir auténtico odio liberador hacia ti. Nadie es culpable, por lo que ambos debemos asumir nuestra responsabilidad en esta historia. Siento un poco de rabia al saber que conoces gente nueva, pero trato de ser respetuoso de que ya hoy no seamos nada, excepto libres. Mi única opción en el presente es seguir transformándome, luchar por mis sueños, y volver a cruzar el mar.

Si alguien más goza hoy del éxtasis de besarte y contemplarte, la Fortuna le bendijo (o quizá le maldijo). Recuerda que ni esa persona ni nadie nunca tendrá algún derecho para maltratarte ni menospreciarte. Te lo mereces todo. Fuiste la Cúpula de la Roca de mi vida, y nunca olvidaré lo valioso de cada paso, cada helado, cada película, cada comida, cada vez que hicimos el amor. Jamás te difamaré aunque conserve rencor, porque todo lo que vivimos y sentimos fue real y de buena fe. Agradeceré al Uno impredicable cada segundo contigo.

Moro precioso de cabellos que se entrelazan infinitamente, de mi parte yace en tus labios el beso más eterno, profundo e inmortal. Siempre te voy a recordar, y ojalá en el porvenir, si el devenir lo dispone, podamos amarnos una vez más.

Por siempre en tu Historia,

Tarihçi, el hombre de los ojos turcos.

      Al Muarikh, 2018