[ENSAYO] La América como hogar rico

América y Amerigo, por Jan van der Straet.


Todo espacio sin significación ni siquiera existe como potencialidad. En acto no es aún, porque la realidad es adquirida mediante la convención y la imposición que unos y otros confieren a partir de su habla y su costumbre reiterada. Por eso, tristemente para los naturalistas y los esencialistas, burdamente, la América no existe. Bueno... no existe como esencia y definición natural; como palabrería escolástica y peripatética. La América existe sólo a partir de la experiencia hablada de aquellos que la dotamos de algún sentido. Así, por generaciones se le ha significado de miles de formas contradictorias.

Los indígenas de los tiempos precolombinos, según nuestro limitado conocimiento y familiaridad con sus epistemes, no concebían una entidad continental de tamaña magnitud, ni mucho menos tenían un nombre o un significado preciso para dicha entidad. Basta decir que la concepción de “continentes” es una herencia de  las vetustas tradiciones geográficas del Mediterráneo. Los indígenas del Nuevo Mundo vivían bajo otras preocupaciones y cosmovisiones. Sin embargo, se dice que los indígenas del istmo de Panamá, aquellos que conectaban el mundo mesoamericano con el andino, nombraban esa unión como Abya Yala. No obstante, los secretos detrás de dichas palabras aún son bastante oscuros, y sin duda se refieren a una realidad muy distinta y ajena a la de nosotros: hijas e hijos del enmarañamiento de los cruzados en el Nuevo Mundo.

América, como palabra y realidad, ha sido apropiada por muchas luchas y soberbias. Los gringos la usan como etnónimo de su nación; los criollos enarbolaron sus banderas para emanciparse del Imperio Español; la izquierda contemporánea y las comunidades indígenas la apropian para comprender aquellas realidades que subyacen y que compartimos los pueblos de la cordillera andina, las playas del Caribe, la Amazonía, los llanos, la Pampa, el Mato Grosso, los desiertos, El Dorado y el lago en donde el águila y la serpiente se posaron sobre el nopal. Hemos cantado solemnemente el himno sublime que de Calle 13, sintetizando esa realidad de pieles arcoíris al sol, en búsqueda y defensa de su propia dignidad. Pero… la América oculta en su nombre tanto el estigma ponzoñoso como posibles emanaciones redentoras.

Amerigo Vespucci fue el piloto (por lo demás incompetente en la náutica) que con mediocres diarios se hizo merecedor de titular una masa de tierra a nombre propio, con el beneplácito de los geógrafos alemanes que hablaban al oído al Sacro Emperador Carlos V. Quizá Colón tenía más méritos, o quizá nos enfrascamos en las viejas peleas de tinte machista de “quién vino primero” y “quién la tiene más larga”. El nombre de la América, aún a pesar de la belleza que le hemos conferido al brindar por ella con ríos de aguardiente, pisco o mezcal, también porta la ancestría del violador. Tristemente, y hay que decirlo, nuestra historia está dotada de cierto patetismo barroco, porque así como los cristianos fueron aceptados en la Roma que mató a su mesías, los americanos cargamos también las herencias (unas violentas y otras loables) de los reinos ibéricos y su cruz. No somos ni los indios, ni los españoles, sino el parto doloroso resultante de ese estupro, hijos naturales o bastardos, parafraseando la célebre cita que adorna las ruinas de Tlatelolco, reducto de la resistencia mexica de Cuauhtémoc, y camposanto de las luchas estudiantiles del siglo XX.

Reconocer el doloroso parto y punto de partida, y esa condición patética que iguala nuestra tierra a la Virgen, especialmente a la Piedad y a la Mater Dolorosa, en vez de sumirnos en la depresión de cargar con los pecados de sangre de nuestros ancestros, nos ofrece la posibilidad de abrir la realidad: de palabrearla. Si Amerigo es un nefasto referente colonial para seguir amando el nombre de nuestra patria grande, resignifiquemos la belleza que podría subyacer en éste. Quien me ha leído un poco sabe de mi obsesión curiosa e isidoriana con las etimologías, especialmente con las que parecen más inútiles. Así como en “La Prosa del Mundo” se establece que conocer es descifrar, y que los nombres son los mayores ocultadores de secretos, América no es la excepción. ¡Y vaya! Su nombre encubre hermosas joyas.

Las culturas no son estancos, ni remansos puros, son eterno devenir y mezcolanza. La América, variopinta, es también crisol y prisma. Por ejemplo, Iberia y el sur de Italia fueron musulmanas por siglos, si bien este secreto no es ni morisco, ni maltés ni sefardí. Godos, germanos, normandos y vikingos también constituyeron capas de nuestra herencia profunda. Al igual que bizantinos, romanos, francos, celtas, vándalos, alanos, eslavos, bereberes, fenicios, africanos occidentales…

Cuando los godos ocuparon Italia y España, y se enmarañaron en su latinidad, conservaron sus nombres. Y en sus nombres albergaron la riqueza. Alarico, Teodorico… fueron los esbozos de ese adjetivo protogermánico que nos legaron a las lenguas romances: el “ser rico”. La Europa Mediterránea se plagó de estos nombres: Rodericus (Rodrigo), Enrico (Enrique), Federico, etc. Todos éstos nombres conservan dicha terminación, que condensa una condición que para los godos y germanos era de entera dignidad y trascendencia: la riqueza (más allá de cómo la entendemos hoy bajo el esquema materialista-capitalista). Amerigo, como nombre, es una modificación que se hizo en las tierras lombardas del nombre “Enrico”. Ambos proceden de una misma raíz etimológica: “Heim Rich”: Hogar rico.

Sin saberlo, en las riberas del Danubio, probablemente, se gestaba un nombre que por coincidencias inexplicables daría apodo a nuestros suelos. Estos pueblos, adoradores del hielo y el fuego, hijos del Yggdrasil y habitantes del Midgard, nombrando a sus "Heinrichen" para bendecirlos contra las miserias de la pobreza, legarían azarosamente un nombre bello a nuestra América. Por supuesto que no pretendo reivindicar ninguna raza aria, ni alguna de esas petulancias fascistas, y ojalá otras palabras o neologismos de nuestras lenguas amerindias, africanas e hispanoárabes condensaran la riqueza de la América. Pero para nuestra fortuna, gozamos de un nombre que se acomoda a la diversidad y a la dignidad de nuestros pueblos. Preferiré mil veces reivindicar a la América como el “hogar rico” que algunos “bárbaros” de las frías tierras transalpinas soñaron difusamente en sus fantasías de un medio ambiente más cálido y fértil, que la América como producto colonial del saqueador, condenada a la leyenda del que impuso su santo nombre con pólvora, violaciones y cruces.

Rafael Nieto-Bello, 2020

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