[CUENTO] El Geógrafo de los Afectos

Tábula Rogeriana de Al Idrisi

El rey sículo-normando, gobernante del destino de su pueblo, se asomaba a los balcones palaciegos palermitanos, observando el oleaje mediterráneo de lapislázuli, que sólo aumentaba su melancolía. La exuberancia que caracterizó su juventud, aquella de olor a vino, olivas, naranjos y azafranes, ya se había convertido en modestia y consciencia de su propia ignorancia y solitud. Recordaba con nostalgia al joven mozuelo, marinero que bajo las estrellas de Pherkad y Kochab hallaba los rumbos necesarios para navegar en las noches del Mare Nostrum, y en las infinitas arenas africanas. No era sólo marinero, sino geógrafo.

Esa tarde, cuando el cielo crepuscular parecía indicar al rey que el pasado nunca será de nuevo, cerró la puerta de su mirador. La luna creciente comenzaba a brillar en la noche, así como las estrellas que orientaban al geógrafo en su juventud. Las trompetas vikingas retumbaron esa noche, sin embargo. El rey oyó el ruido de estos cuernos graves, que otrora indicaba a los berserkers atracar en las costas de toda Europa con sus drakar, y esta vez eran empleados con nuevos propósitos. El rey había dado por años la orden de que al regreso del geógrafo de los afectos, le avisaran de la forma más suntuosa, porque aquel acontecimiento era el único que daría sosiego a su alma. En efecto, el geógrafo había regresado, y ya no era ese mozo imberbe de fina estirpe y piel egipcia, sino un adulto de abundante barba y cejas, que enmarcaban los ojos casi anaranjados que en el pasado permitieron ver al rey el mapa entero del mundo.

El rey ya no era tampoco un joven, estaba en sus mejores años de madurez. Había creado una floreciente unión entre los pueblos sicilianos, malteses y del sur de Italia. Su respeto por las culturas del desierto era tal, que permitía que sus gentes rezaran en las lenguas y en los credos que les viniese en gana. Mantenía afortunadas relaciones con los emires de todo el Mediterráneo, así como con el mismísimo emperador de Constantinopla. La barbarie que recorría su sangre nórdica había sido subsumida por el logos cristiano, pero también por el verso coránico. Sin embargo, su pesadumbre mayor había sido vivir ese éxito “solo”; acompañado de sus criados, su esposa y sus concubinas, sus hijos… pero sin su más amada compañía: el geógrafo de sus afectos.

Las regias puertas del palacio de Palermo se abrieron al más digno de los hombres que pisó jamás las tierras sicilianas bajo el mandato normando. Curiosamente, el geógrafo de los afectos no era nacido en suelos cristianos. Tampoco era un moro andalusí, tierra esplendorosa pero sumida en la tiranía intelectual de la milenaria momia de Al-Falasifa, y sus silogismos infértiles. Se dice que el geógrafo era mameluco, otros dicen que kurdo, y otros, entre los que me incluyo, creemos que tal belleza y refinamiento de maneras sólo podían ser herencia sufí o de los persas. También otros señalaban que era un atlante, cuyo vientre materno le había concebido más allá de los Montes Atlas de la Mauritania bereber. Nunca se supo exactamente de dónde era el geógrafo de los afectos. Pero sí era un hecho que hablaba árabe, persa, latín y griego, entre otras lenguas. Su cultura, es decir, el cultivo que dicho hombre hacía de su alma, era por decir lo menos, primaveral.
Iluminación de Rogelio de Sicilia
-           Oh, amado mío, geógrafo de mis afectos, sentires y dolores. ¡Has vuelto! Pensé que nunca volverías. Deja allí tus equipajes, que mis siervos se encargarán de ellos. ¿Quieres cenar de los mejores platos de mis cocineros? Gozamos en este palacio de las especias más picantes, dulces y aromáticas de todo el Mediterráneo. Mira, incluso este azafrán combina con las flores amarillas que te ponías sobre tu oreja cuando éramos jóvenes y caminábamos entre los espejos de agua y la biblioteca. ¿Recuerdas cuando en nuestros pergaminos y en las pieles secas de los corderos y cabras pintábamos con tintas sepia al otro mientras posábamos bajo esas flores de rúcula? Éramos tan felices y sin saberlo…
-           Mi Rey, claro que lo recuerdo, sabes que me opongo fervientemente al memoricidio. Mi tarea de vida será siempre retratar, describir con tintas y con palabras, los afectos y sentires de aquellos que me han dado acceso a las montañas escarpadas de sus corazones. Desde esos riscos, sintiendo fríos que alcanzan a ser insoportables, trazo los mapas de los lugares en los que amaron la vida. Sigo recorriendo el mundo iluminando con mis tintes de pan de oro esos libros de mapas. Algunos de esos libros les pertenecerán a otros reyes, quienes han valorado mejor mis artes de cartografía, y mi lectura de los astros. El más precioso de mis libros, no obstante, fue tuyo, oh Rey. Desde el Etna y el Vesubio observamos el sentir profundo; veíamos desde allí las columnas de Hércules, la Tripolitania, la Cirenaica, Constantinopla, la Ática, e incluso los cedros rígidos del monte Líbano. Viajamos de la forma más alegre. En barcas por los siete mares, y casi volando sobre alfombras. No eras rey entonces, apenas un joven príncipe curioso por conocer más y más.
-           Geógrafo de mis afectos, empañas de lágrimas mis ojos. Te llamaré así por siempre porque me enseñaste que los sentimientos conforman paisajes; y los paisajes memorias; y las memorias placeres y dolores. Lo tramposo de tu arte, geógrafo, es que las memorias que fueron placenteras al vivirse, esos cuadros y mapas que confeccionaste, ahora dejaron surcos en mi piel abierta. No duelen por sí mismos. No eres como esos ponzoñosos benedictinos, que envenenan libros en sus marginalias. Pero duelen porque evocan las más bellas alegrías. Qué ingente contradicción que los mayores dolores tengan que ver con el recuerdo de los más bellos júbilos. Recordar, como en el cuento que te regalé cuando viajábamos juntos y cuando me orientabas en la mar sólo mirando las estrellas con tus instrumentos dorados, es devolverle al corazón. Pero cada vez pienso más que recordar tiene que ver con apuñalar al corazón. ¿Hacer historia es apuñalar corazones?
-           Rey de Sicilia, hace muchos años llegué a tu vida desde el sur y el oriente, siguiendo los vientos entre los molinos de tu amada cebada, y viendo las estrellas como los Magi a tu divinidad. No me tomaste tan en serio al principio, y si bien me derretía por tu sapiencia, porque encarnabas la madurez, seriedad y no-veneración que jamás encontraba en alguien, también eras un poco indiferente ante mis señales. Quería desarrollar mis artes sobre ti, y junto a ti, nieto de las tierras nórdicas. A veces pienso que a ustedes, los francos, se les agota el raciocinio por la falta de color en sus pieles. Su blancura es señal de su estupidez. Se deslumbran ante el oro metálico de tintas, palacios y ábsides, pero observan con egolatría a quienes portamos el oro en nuestros ojos y corazones, con el más condenable orgullo y soberbia. Mi rey, entre muchos de tus sentires, tu soberbia se imponía, si bien creo que te pude enseñar que el orgullo a veces conduce a las más grandes pérdidas.
-           Yo era un pobre ignorante, siempre lo he sido. Si bien junto a ti me sentía sucesor de Salomón, proverbial cuentacuentos resulté. Ahora sólo escribo breves aforismos y pendejadas. Era un remedo de rey-filósofo, pero en realidad era el mismo tirano que condenó a Sócrates y a Jesucristo. Tú, mahometano, en cambio, me ofreciste con generosidad una salida ante mis propios dolores, y yo no me di cuenta ni cómo lentamente te fui induciendo a acompañarme no sólo a la cima del Etna, sino a las puertas del Tártaro. El infierno tiene boca de perro; mi jeta de cinocéfalo.
¿Recuerdas del moro andalusí del que hablaba Tarihci, el cronista selyúcida? Vivía viendo por sus ojos almendrados de ícono bizantino, o quizá de retablo copto. Ese moro, alarife, que alardeaba de saber describir a los pueblos mediterráneos, mientras a duras penas era capaz de mantener una construcción de espejos en decentes proporciones y equilibrios, me embrujó de tal forma que no vi ni disfruté a plenitud el saber y la amistad incorpórea y áurea que me estabas ofreciendo, geógrafo de los afectos. En cambio, tanto el alarife como el geógrafo me dejaron condenado a su silencio y a mi soledad. Al menos sé que de tu parte siempre habrá memoria, porque incluso eras un hábil cronista.
Siendo tú un mozuelo con sutil bozo como los que los sufíes y poetas del desierto loaban en sus ghazales, eras el djinn, la lámpara, y los deseos juntos: todo a la vez. Hasta mi oficio de cuentacuentos, actividad alternativa a mi grandilocuente título de señor de la Sicilia normanda, estuvo fuertemente influenciado por las ocasiones en que leíamos juntos Las Mil y una Noches. ¿Recuerdas cuando leímos juntos la historia del joven ladrón y el genio de los deseos? Yo recuerdo también esos cuentos en los que los sabios de oriente se debatían por la licitud del acceso a la belleza de pieles como la tuya, y poder compartir un vino, prohibido en exceso por la ley estricta de tus ancestros.
-           Oh, majestad, claro que lo recuerdo. Así como recuerdo cuando después de las fiestas normandas de carnaval, en efecto, nos escabullíamos secretamente en tus aposentos a beber y comer de los más deliciosos manjares. Maldita carne franca que me inducía al éxtasis. Y es que contigo, venerado rey, yo sentí por primera vez ese deseo incontenible por ser arrebatado de mis costumbres. Escuchar tus cuentos, mapearlos, comer y beber contigo y de ti, eran goces invaluables. Obviamente yo también cargo con el silencioso dolor de recordar esos paisajes de los afectos y de recorrer las islas mediterráneas recordando aquellos lugares donde amábamos la vida. Mi arte es un laberinto de afectos, que recuerda al viejo mito de los helenos de Creta. Pero majestad, así sienta el dolor de la felicidad pretérita contigo, también siento profundo rencor. ¿Si tanto gozabas de mi arte, porqué no resultaba suficiente para ti? ¿Por qué debías estar volando de flor en flor, probando sus aromas, si aquí ya tenías a un intérprete del vasto mundo?
-           Lo sé, geógrafo querido, y lo siento mucho. Tenía miedo de volver a caer como cuando los cristianos comenzaron su agresiva expulsión de tus correligionarios en las magníficas callejuelas de Sevilla y Córdoba. Los cantares elegíacos me producen bastante pesar. Pero mira, ahora la elegía no es tan dolorosa, apenas se manifiesta en los cantos que hago al atardecer, mirando al mar. Y es porque tú no eres para mí una mera representación de la oscuridad y la tristeza. Eres pura luz, sonrisa, ojos abiertos y pestañas apuntándome como rayos, como las agujas de las catedrales, llenas de gracia divina.
Pero sí, saltaba de flor en flor, a buscar nada más que la autovalidación. Pensaba que otros serían sabios, y me adularían desde sus artes. Ya te decía que quería ser un nuevo Salomón. Mi soberbia, así como era de grande, era de vacía. Contigo tenía todo lo necesario y lo suficiente para la felicidad: eras un bien en sí mismo. La única ruta que debía buscar era la que me condujera hacia tu permanencia eterna en mí, pero como presencia, no como memoria y letras. No obstante, no lo sabía. Dolorosamente te hundí en un fango lamentable, y sin jamás haberlo querido, terminé haciéndole daño al más sabio de los que admiré en mi diván. Lo siento por esos dolores corporales y espirituales a los que te sometí, no por mi violencia, porque sabes que procedí con franqueza y confianza, sino por mi estupidez. Te hiciste más fuerte a costa nuestra. ¡Y mira la paz que causaste entre nuestros pueblos!
-           Príncipe de los nefandos, que no llega ni a rey ante mi vituperio siguiente. No imaginas la rabia que entre cizañas creció en mi jardín. Tuve que exiliarme por tus irresponsabilidades, y sufrir los peores cielos y mares. Navegué entre el padecimiento por meses, con culpa, y con miedo de dañar a otros por tu culpa. Te llenas de regocijo al exponer el lujo del imperio que has forjado, y te pavoneas entre las cortes de los emires, condes, duques y reyes, preguntándoles si conocen geógrafos de mi calibre. Sé que los has traído a tu propia corte y que a ellos ahora les ofreces estos inmundos manjares deleitosos que me ofreces hoy. Me retorcía en rabia al ver tu éxito y tu activa vida de cortejo cortesano, ambos paralelos a mi sufrir.
-           Pero te fuiste de mí y la vida debía continuar. Desapareciste como si los monstruos del borde del mundo te hubiesen tragado. Yo te prometí que junto a mí jamás padecerías dolores. Yo tenía mucho miedo de causarte justamente esos malestares, pero quería que continuaras aquí, a mi lado, mapeando al mundo desde su corazón mediterráneo. No habrías sido sólo mi geógrafo, sino hasta mi gran visir. Confiaba plenamente en ti. Es más, hasta la corona misma te habría cedido, porque eres más digno de ella que yo.
-           Idiota. No existen los monstruos del borde del mar. Ya te decía yo desde la cima del Etna que la tierra es redonda. Tanto Eratóstenes como los sabios de Gundishapur y de la Ruta de la Seda lo han afirmado. Sus preciosos algoritmos lo demuestran. Haz valer de algo todo lo que conmigo aprendiste. Me desaparecí porque lo más cercano a un monstruo eras tú. Sé que no lo eras por tu maldad. Es más, amaré siempre tu disposición y capacidad por mejorar. Pero tu monstruosidad grotesca mayor era tu ceguera y tu lujuria de conocimiento. Eras un maldito ciego que no valoraba mi abnegación hacia ti, así como mi afán de ayudarte. Querías gozar permanentemente del delirio báquico de la embriaguez filosófica y del orgasmo. Mi empatía hacia ti no te dejaba entender que juntos podríamos explorar el mundo con nuestros sentidos y nuestra reflexión mutua, empírica, idealista... Debido a eso, encontraste más lujos en el azafrán, la mirra, el bronce y los jazmines, que en la suficiencia del mapamundi dorado que se dibujaba en mis ojos al verte. Por eso, sólo trajiste males hacia el final de nuestra amistad.
    Me tiraste el libro de los mapas más bellos que hice contigo y por ti, a los pies. ¿Pretendías humillarme? Sólo te humillaste a ti mismo. Eras un ser lamentable, débil, destruido. Y como te amaba, príncipe nefando, no disfruté de verte así. Todo lo contrario, sufrí mucho. Pero yendo más allá, nuevas plagas acontecieron en mi vida, y nunca he sabido bien si poder endilgarte la culpa o no, y si eso sea sano o no. Para fortuna nuestra, no eran males eternos sino apenas temporales, y pude seguir viviendo, luchando por encontrar mi paz. Pero no te niego que mi dolor fue infinito. Es un gran padecimiento no poder recordar el pasado feliz de forma alegre. Aunque… de vez en cuando se me sale una risa o una sonrisa cuando recuerdo nuestras bromas internas. Otras veces, en cambio, recuerdo ese dragón pestilente que era tu mal genio, sin duda templado y afortunado para el soberano de una gran nación, pero tortuoso para aquel que decide caminar contigo las mismas sendas del saber.
-           Lo siento, y mil y una veces más lo seguiré sintiendo. Quizá parte de mi profundo dolor al perderte, geógrafo, fue el de perderme a mi en la culpa, sin tus mapas. Quizá nunca me perdones con tu propia voz y me concedas esa paz. Quizá no sea sólo ese perdón lo que espero, sino que aún yace en mi la esperanza de que vendrías un día a mí, a mapear las tierras más lejanas en los salones mejor equipados de mis palacios. Respeté tu decisión de irte, y no mandé a mi entera flota de galeras a buscarte por todos puertos del mar. Hoy volviste, pero sé que no vienes ni a concederme el perdón, ni a brindarme la alegría de tu compañía por siempre. Imagino que al navegar comprendiste la finitud de las longitudes mundanas, y al fin al cabo sólo somos seres terrenales y temporales, que dejan ir. Siempre amaré tu libertad, en todo caso. Esa libertad es lo que me permitió afrontar con serenidad tu partida. Quizá volvamos a amar, y tu encuentres a tu rey en otras tierras, y yo a mi geógrafo en otros mares. Me resigno a no recibir una respuesta de ti, y con ella entender que ya no hay lugar. La paradoja del geógrafo se hizo realidad: ya no hay lugar; un sentir sin lugar ya no es ni lugar, ni sentir.
-           Oh, mi Rey, no creas que leyendo tu piel ajada por los años, y tus labios reflexivos frente a los errores y aprendizajes, me doy cuenta de que conservas lo que amé de ti y que has mejorado un poco ante lo que odié de ti. Siempre te voy a querer mucho, amigo. Si bien, en la realidad lo más factible es que no estemos juntos de nuevo jamás, permíteme que en esta narración, otro de tus cuentos, seamos felices juntos. Te perdono, y te concedo la paz y la liberación que te hacía falta. Reconozco también que junto a ti amé la vida, visité y pinté los lugares y sentires más bellos. Sé que para ti fui un amor mucho más maduro que el del moro. Menos idealizado, más realista. Valoro que tras de ser marineros y geógrafos en nuestra juventud, Oh Rey, también fuimos alquimistas, transmutadores de espacios sentidos en oro astral. Volví porque quería confrontarte, pero también porque siempre soñé volver a graficar la tierra junto a ti. Acá te entrego esta tábula, este libro con nombre propio, con los mapas que trazado durante mi viaje lejos de ti, para que lo completemos juntos. Al fin y al cabo, en tus aposentos, entre manjares, prometimos que pasarían los años, pero que siempre estaríamos juntos. Que volveríamos a ser uno.
Así, el tiempo se desdobló en dos: Un presente real en el que el último pronunciamiento del geógrafo de los afectos no se dijo. Apenas se trataría de una visita para desear buen viento y buena mar a la nación sículo-normanda, despidiéndose por siempre la cruz de la media luna. En otra realidad, no obstante, cruz y luna se amaron, y en su conjunción los compases trazaron las rutas para llegar al Nuevo Mundo. En esa realidad, el geógrafo pronunció el último párrafo, y concedió al rey su eterna felicidad. En cualquier caso, el rey aprendió más de ese geógrafo que de cualquier cura o sabio de su tiempo, y la prosperidad de su gobierno estuvo siempre agradecida a aquel que mapeó los mares y los cielos a partir del marco perfecto que se dibujaba entre sus pestañas, cejas y ojos, casi dorados, o casi naranjas.


Abdalá Domenech, 
Cronista Mediterráneo,
2020